«Fredric Jameson: la persistencia de la crítica»: Mario Espinoza Pino
La paradoja de la que tenemos que partir es la equivalencia entre una
velocidad de cambios sin precedentes en todos los niveles de la vida social y
una estandarización de todo –sentimientos y bienes de consumo, lenguaje y
espacio construido- que parecería incompatible con esa mutabilidad.
F. Jameson, Las semillas del tiempo
Desde la publicación del célebre ensayo Postmodernism, or, the cultural logic of late capitalism –editado por la New Left Review en 1984-, la figura intelectual de Fredric Jameson se ha hecho inseparable de toda reflexión seria que haya querido abordar durante estas últimas tres décadas nuestro horizonte cultural, sus dimensiones estéticas y, al mismo tiempo, su carácter social y político. Heredero tanto de la crítica cultural de espíritu frankfurtiano como de las diferentes corrientes y prácticas de análisis literario del siglo XX, de entre las cuales autores como Auerbach, Greimas o Bajtin se destacan como influencias, la producción teórica de Jameson ha de situarse – por su enfoque materialista y vocación totalizadora- en el marco de la tradición marxista contemporánea. Una tradición filosófica y política que, como el autor ha reconocido en diversas ocasiones, constituye la nervadura conceptual de su obra, el espacio antagónico desde el que interrogar a nuestra cultura y recorrer sus incertidumbres: no sólo la filosofía de Marx, su método y crítica de la ideología, sino también los pensamientos de Louis Althusser y, sobre todo, Georg Lukács, han vertebrado el esfuerzo interpretativo y desmitificador mediante el que Jameson ha sabido conjugar –no sin cierto eclecticismo una de las teorías más potentes sobre el juego de contradicciones sociales, económicas y artísticas que da vida a las paradojas de nuestro tiempo. También a sus límites. Un momento histórico al que diversos filósofos, escritores y artistas decidieron denominar, desde finales de la década de los años 70 del siglo pasado, postmodernidad.
La postmodernidad irrumpió en el escenario social de los países desarrollados como un fenómeno multiforme y poco definido. Desde el ámbito intelectual una amalgama de discursos fue presentando el nuevo estadio histórico mediante diferentes perspectivas teóricas e imágenes culturales, todas ellas salpicadas con un barniz de utopía: se revivió el diagnóstico que Daniel Bell hiciera popular en 1960, caracterizándose a la postmodernidad como el momento del fin de las ideologías, en el que la tecnocratización superaría –por fin- las tensiones de la vida política; se habló ampliamente de que el presente y el futuro de la civilización se articularían en torno a una incipiente Sociedad de la información (Y. Masuda), en la cual los procesos de informatización habrían de convertirse en el pilar de las comunicaciones, creando, de este modo, nuevos mercados y ofreciendo mayores posibilidades a una economía mundial enriquecida por la revolución tecnológica y la expansión de los media; al mismo tiempo apareció un discurso, apoyado en el anterior, que hablaba de una nueva Sociedad del conocimiento (P. Drucker), sociedad que -gracias a la difusión de las redes comunicacionales- transformaría el saber en una realidad cada vez más accesible, haciendo de él una herramienta productiva de primer orden para un mercado que comenzaba a demandar un nuevo tipo de figuras laborales: los trabajadores cognitivos; artísticamente la posmodernidad fue el momento arquitectónico de Michael Graves y Robert Venturi, del Hotel Buenaventura y de “aprender de Las Vegas”, la era de la muerte de la vanguardia y el descubrimiento de la intertextualidad, procedimiento que permitió a la arquitectura y a la literatura emanciparse de lo real y crear un collage de simulacros estilísticos que llegó a adquirir la forma del pastiche. Entre tal proliferación de discursos y caracterizaciones hubo también espacio para apuestas más espectaculares, como la de Francis Fukuyama, que hacía de la postmodernidad un momento definitivo para la civilización: el fin de la historia. Un diagnóstico que coincidiría años después, y con una afinidad pasmosa, con aquel slogan neoliberal que la dirigente británica Margaret Thatcher hiciera popular durante su mandato: “No hay alternativa”. Si la década de los ochenta había decretado que no había otra opción que seguir las reformas neoliberales para implementar la economía, subordinando toda actividad social o política a las demandas del mercado libre, la década de los noventa quiso representar la oración fúnebre sobre cualquier proyecto político que no fuese la democracia representativa neoliberal, con su brutal desregulación de la esfera del trabajo y el apoyo a una globalización presidida por las élites financieras.