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«¿Miserias sociales o malestares íntimos?» Conversación con el psiquiatra y escritor Guillermo Rendueles

Si te parece podríamos empezar por tu último libro. ¿Cómo surgió Egolatría y qué relación mantiene con alguno de tus otros libros anteriores, por ejemplo con El manuscrito encontrado en Ciempozuelos o con La locura compartida?

Creo que mi interés por escribir se despierta ante asuntos relacionados con la práctica clínica. Tengo poca capacidad para escribir sobre cuestiones abstractas que no me interroguen desde lo que hago cotidianamente. Al mismo tiempo me siento interpelado por objetos psiquiátricos extravagantes o marginales para las líneas dominantes de la investigación psiquiátrica actual. Por otro lado la escritura me distancia y cura del aburrimiento que producen a casi todos los psiquiatras (nada que ver con el síndrome del quemado) las masificadas consultas, por lo banal de las quejas, y por lo estereotipado de las respuestas psi. La escucha del paciente postmoderno nada tiene que ver con el discurso de los locos de antaño, plagado de culpas religiosas, de delirios complicados o de rituales obsesivos que exigían para cada caso una pericia cercana a la hermenéutica filosófica. A la consulta psiquiátrica llegan hoy multitud de pacientes que la utilizan a modo de muro de las lamentaciones en donde descargan malestares cotidianos que traducen una miseria sentimental y un sufrimiento generalizado, imposibles de solucionar desde los espacios psi. Son seudodepresiones y angustias reactivas a un malvivir urbano, a unas situaciones que los pacientes no pueden ni quieren cambiar. Estrés es el nombre que traduce al diagnostico psi trabajos agotadores, turnicidad, endeudamiento con el piso, malquereres domésticos, agobios que no causan la depresión sino que la constituyen. Los pacientes no piden interpretaciones de sus trastornos, ni estrategias para el cambio, sino palabras o píldoras que consuelen o hagan tolerables estas situaciones, dada su falta de coraje para intentar transformar sus condiciones de vida. Lo masificado de las consultas psiquiátricas, por las que llega a pasar el 30% de la población del área sanitaria, explicita la ruina psicológica de la multitud postmoderna, que traduce allí al intimismo lo inane y vacío de su cotidianidad, las miserias para las que no encuentra otras vías de cambio que la individuación psicológica.

La escritura desde y sobre estos márgenes psiquiátricos me sirve también a mí de muro de lamentaciones, pues la escritura ordena y confiere un poco de sentido a lo imposible de mi practica terapéutica.

Una de las cosas que mas me interesa de tu trabajo es que te sirves de los problemas que llegan a tu consulta, de la transferencia y la contratransferencia con los pacientes, como síntomas que tienen que ver con lo social, y lo mismo sucede cuando analizas las nosologías psiquiátricas, el DSM II o el DSM III, que también las pones en relación con el funcionamiento de determinados poderes. Esa doble dinámica es como un análisis sociológico del imaginario social.

Desde luego, esa es la aproximación que intento. Trato de descubrir, por un lado, esa ilusión biográfica, de la que hablaba Pierre Bourdieu, que transforma unas vidas determinadas por la Historia en pequeñas historias determinadas por la psique, y que termina responsabilizando exclusivamente al paciente de sus fracasos y de sus sufrimientos. Por otro lado, intento descubrir las funciones legitimadoras de la psiquiatría administrativa que obliga a cada psiquiatra del sector publico, al final de cada jornada, a reducir ese sufrimiento escuchado a etiquetas codificadas en la DSM III. De modo que la malaria obrera, o la violencia cotidiana, se neutralizan y traducen en diagnósticos tales como estrés, tasas de duelo, o acontecimientos vitales traumáticos, como si la etiología de los problemas psi radicase en agentes patógenos similares a los virus. En ese sentido la epidemiología psiquiátrica es una teoría terriblemente mistificadora de la enfermedad mental: el enfermo hace una depresión por los azares y coincidencias de unas situaciones estresantes, y la vulnerabilidad de su personalidad de base es exactamente igual que una alergia o una infección, de tal modo que la Historia queda totalmente al margen de las historias clínicas.

Y sin embargo, aunque partes de la práctica, tu perspectiva alternativa de análisis es posible, en buena medida, porque tienes una formación teórica muy sólida, y no solo en psiquiatría, ya que eres un lector empedernido de sociología, literatura, filosofía… Creo que ese análisis te permite ir más allá de los hechos en bruto para realizar una inscripción social de los síntomas, de modo que te aproximas a las lamentaciones, como tu dices, a partir de un marco conceptual crítico específico.

Bueno el autodidacta en sociología, al habitar en la frontera entre dos gremios, vive en carne propia aquel problema del lector de La Nausea que solo se sabía hasta la M de la Enciclopedia. Se produce así un cierto extrañamiento del gremio psiquiátrico sin poder al mismo tiempo penetrar en la academia sociológica, más que de la mano de amigos como vosotros. Pero la decisión de abandonar mi campo natural nace de que la llamada literatura psiquiátrica, a partir de los años setenta, es un horror. López Ibor, al lado de los que escriben ahora desde la DSM III, era un erudito de lenguaje psiquiátrico refinado. Había leído a Jaspers, distinguía la tristeza vital de la psicológica, clasificaba los sufrimientos humanos en procesos-desarrollos según su inteligibilidad biográfica, o diferenciaba las alucinaciones de las pseudoalucinaciones, mientras que los catedráticos norteamericanos son empleados a sueldo de empresas farmacológicas y servidores del poder que intentan reducir cualquier delirio a síntomas tratables con nuevos psicofármacos. Lo sorprendente es que ese discurso simplificador, elementalista, reduccionista, ha triunfado ya en el gremio psi. En el ultimo congreso de la Asociación Española de Psiquiatría participé en una ponencia sobre los enfermos mentales y la cárcel, y percibí claramente mi extraterritorialidad respecto al gremio: donde yo hablaba del par presos-carceleros ellos hablaban de internos-funcionarios, y todo el discurso antaño critico contra el encierro, se convertía en neutras mediaciones de la mala comunicación entre los actores del conflicto.

Decía un viejo campesino gallego que los laboratorios van a acabar con la humanidad. Por lo que cuenta John Le Carré en su novela El jardinero fiel las multinacionales de los fármacos tienen un poder enorme y utilizan de cobayas de laboratorio a los enfermos terminales del Africa negra.

La psiquiatrización del 30% de la población, y el deseo de mejorar las edades del hombre con psicofármacos, constituyen un mercado ideal para la industria que ve en cada niño hiperquinético, o en cada viejo amnésico, a un cliente potencial de unas medicinas como las neoanfetaminas o los antialzheimerianos que cuestan precios astronómicos y tienen dudosos efectos. Por otro lado la ansiedad generalizada hace que los ansiolíticos sean las píldoras mas vendidas en cualquier farmacia urbana española.

El manejo de estas necesidades reales y artificiales por el lobby farmacéutico ha cambiado drásticamente. Antes los laboratorios subvencionaban investigaciones y publicaciones en las revistas psiquiátricas, o privilegiaban líneas teóricas en las cátedras. Ahora pagan la edición y regalan todas las revistas psiquiátricas, y recurren a premios Nóbel de farmacología para redactar su propaganda. No hay ningún psiquiatra cuyo sueldo le permita acudir a un congreso importante sin la invitación de un laboratorio. En España la industria farmacéutica va a encargarse de financiar la formación de los médicos residentes, tras lograr un acuerdo con la Administración en virtud del cual ésta no baja el precio de los medicamentos. Aceptar esa contrapartida supone algo así como poner a la zorra a vigilar el gallinero.

Para hacerse una idea del tipo de negocio que está detrás de los psicofármacos, basta saber que el tratamiento con haloperidol cuesta menos de mil pesetas al mes, mientras que el tratamiento con risperdal, que ha barrido del mercado al haloperidol sin que existan pruebas científicas de que presenta una actividad antipsicótica mayor, cuesta veintiocho mil pesetas al mes y no es el tratamiento más caro. Si se multiplica esa cantidad por el número de “esquizofrénicos” que siguen ese tratamiento de forma continuada, a veces desde los 18 años hasta que se mueren, estamos ante una de las primeras fuentes de negocios a escala mundial.

Los laboratorios manejan además las falsas necesidades de los consumidores, como sucede en el resto del mercado, y sacan fármacos con indicaciones orientadas a esas pseudoenfermedades. Por ejemplo, el prozac va a ser substituido por un psicofármaco indicado para la depresión con dolores físicos, debido a la epidemia de fibromialgia. El nuevo fármaco, dos veces más caro que el prozac, está recomendando por los laboratorios con esas indicaciones, pese a que su perfil farmacológico lo acerca a un antidepresivo clásico. De hecho son los gerentes económicos de los grandes grupos farmacológicos quienes diseñan esas indicaciones, y la bioquímica maquilla los usos clínicos de un fármaco polivalente del que la propaganda privilegia la indicación que puede ser más vendida. Al risperdal, si la enfermedad en alza fuese el spleen, seguro que le encontrarían pronto un efecto antispleen.

La realidad en psiquiatría es que no hay ningún descubrimiento farmacológico importante en los últimos 20 años. Los nuevos fármacos, si los comparamos con los antiguos, no producen una mejora de la depresión o la esquizofrenia. No son comparables, por ejemplo, con cualquier antivirásico que permite a un enfermo llevar una buena vida padeciendo SIDA. Los psicofármacos postmodernos – tanto los antidepresivos como los antipsicóticos – se limitan a mejorar un poco los efectos secundarios, y a fomentar esa mejora como un valor de cambio propagandístico que va dirigido a veces directamente a los usuarios. En ese sentido el psicofármaco es una mercancía ideal: mientras un antidiabético debe demostrar que mejora, lo que se traduce en un dato objetivo cuantificable en el análisis de sangre del paciente, los neurolépticos solo muestran su eficacia porque los médicos rellenan unos cuestionarios en los que el paciente dice algo tan subjetivo como que se encuentra algo mejor. La lógica de la industria de los psicofármacos no se contenta con manipular estas falsas necesidades, sino que progresa hacia una hybris tan extrema que habla ya del “país prozac” para designar a aquel grupo de personas que quieren vivir sus vidas mejoradas por tomar prozac como si se tratase de una prótesis o de un cosmético. Esas pretensiones constituyen un nuevo apartado de pseudoética similar al dopaje en las pruebas deportivas. ¿Es licito para un opositor a cátedras tomar un fármaco que, diseñado contra el alzheimer, mejora la memoria de los sanos? ¿Cuándo se debe cancelar un duelo tomando prozac?

Frente a esta mercantilización, el precio de las materias primas del psicofármaco es ínfimo y su tecnología sencilla como demuestran claramente los genéricos. Y si no fuese por los chantajes de desabastecer el mercado si se violan los derechos de patentes los gastos sanitarios disminuirían en progresión geométrica. De hecho, cuando yo estaba en la mili, la armada fabricaba antibióticos y antiinflamatorios. Una monja y un farmacéutico en un hospital gaditano, hacían aspirinas, y les imprimían un ancla para que se viese que eran de fabricación propia. De hecho mejoraban a la Bayer pues las aspirinas estaban hechas a mano.

Volviendo a lo que decía antes Fernando tu trabajo intenta poner en conexión las transformaciones que han tenido lugar en el mundo social con las transformaciones del mundo de la identidad personal. Te sitúas, en cierto sentido, en una línea de trabajos que podemos considerar clásicos, como por ejemplo los de los frankfurtianos, pero también los realizados por sociólogos e historiadores norteamericanos como Richard Sennett y Christopher Lasch. Se perciben también los planteamientos críticos de Michel Foucault, pasando por toda una tradición de antipsiquiatras como la de Franco Basaglia. ¿Te reconoces en esta tradición?

Sí. Yo hice la tesina de licenciatura en medicina sobre la izquierda freudiana. Me centré en la polémica de Marcuse con el revisionismo de Erich Fromm. Leí entonces a todos los pensadores radicales de la diáspora nazi que cayeron en mis manos, a los llamados por algunos los hijos renegados de Heidegger. Herbert Marcuse me sigue pareciendo un pensador que al estudiar los mecanismos de la desublimación represiva, la represión sobrante, o al insistir en los análisis freudianos sobre las relaciones del dinero con la mierda acumulada y el carácter anal, ilumina el aspecto subjetivo de la ecuación marxista sobre la relación venta de vida y tiempo de trabajo, una ecuación plenamente vigente en la actualidad.

Por eso cuando Giddens mete en el mismo saco a toda la izquierda freudiana, incluidos Foucault y Sartre, y cuando los caricaturiza desde el fracaso de la revolución sexual de Reich, me parece que está intentando un falso jaque mate al pensamiento radical. Giddens sostiene que en la vida cotidiana no se produjo la revolución sexual que soñaba esa izquierda, pero tampoco pervivió la represión patriarcal porque se estaba produciendo ante los ojos miopes de esa izquierda una revolución sentimental. Su opinión prepotente y rotunda me parece un juicio similar al del fin de la historia de Fukuyama. El intimismo dirigido desde una vanguardia feminista impuso efectivamente unas relaciones personales presididas por el sentimiento puro que permite la libertad postmoderna y renegó de las ilusiones revolucionarias sobre la centralidad de la transformación del trabajo para la liberación. Pero esa visión pastoril de Giddens sobre la historia me parece un sofisma: acierta en lo superficial y establece una convincente genealogía de cómo el amor sentimental iniciado por las escritoras protofeministas va ganando el mundo social imponiendo un intimismo emotivo que hoy domina un imaginario que dirige el interés utópico hacia lo subjetivo. Pero Giddens narra esa marginación de lo social como un suceso espontáneo, como una evolución natural, cuando el intimismo es el resultado de toda una serie de derrotas en las luchas por forzar la historia y las relaciones de trabajo hacia la libertad. El refugio en las relaciones puras es un amor a palos tras haber destruido el mundo del trabajo como productor de subjetividades, o haber hecho desaparecer las formas de convivencia en el barrio como espacios de vida solidaria. Es sobre esa ausencia de los antiguos espacios de soporte social, sobre las ruinas de las escuchas espontáneas del patio de vecinos, o la taberna, donde se reclutan los clientes de los centros de salud mental. Hay que buscar escuchas mercenarias y profesionales cuando esa relación intima se quiebra y ya no hay un grupo natural en el que apoyarse. El refugio psi para un mundo despiadado es mejor que nada, pero no sin la nostalgia por un mundo piadoso. Ese reproche al mundo cruel falta en el panegírico de Giddens sobre las relaciones puras y la libertad postmoderna.

Sin duda lo que planteas acerca de que el compromiso sigue siendo importante, y de que hay que educar, elaborar el deseo, para que sea posible una cierta estabilidad personal y social, para que no todo se desvanezca en el aire, me parece muy pertinente. Uno de los problemas de Las transformaciones de la intimidad de Giddens, que fue discípulo de Norbert Elías, y que, aunque no puede, quiere hacer un libro a lo Elías, es que no se plantea en serio algo que se planteó Elías y te planteas también tú: ¿cómo hacer compatible el nosotros con el yo? Pero cuando tu hablas de la necesidad de una ética social, cuando te refieres al compromiso personal, me parece que quizás habría que matizar más. Aún a riesgo de generalizar excesivamente, creo que tradicionalmente fueron, y todavía siguen siendo hoy, las mujeres las que hicieron un mayor esfuerzo para mantener esa estabilidad, para mantener las redes sociales, en definitiva, para mantener el equilibrio social. Históricamente las mujeres en nuestras sociedades desarrollaron toda una serie de actividades de cuidados, y por tanto de protección social. Pero eso podría implicar, por decirlo rápidamente, que esa sobreimplicación de las mujeres hiciese que su yo se viese más presionado en una dirección, y que su libertad personal estuviese más coaccionada que la de los varones. Se producía así un desequilibrio entre el nosotros y el yo que les afectaba a ellas especialmente. En la actualidad hay un mayor equilibrio de poder entre los sexos pero hay una crisis de atención y cuidados. El altruismo ha entrado en crisis, pues adultos y jóvenes hoy en día no parecen estar muy dispuestos a sacrificarse por los demás porque están en una pseudoafirmación del yo, en un mundo en el que el placer inmediato parece está sobrevalorado. Retorna en estos tiempos una especie de carpe diem.

Sí. De hecho Giddens elogia con acierto el discurso del sentimentalismo romántico de las escritoras y lectoras de finales del siglo XIX, pues a su juicio fue un factor central en la revolución sentimental que preside nuestra libertad postmoderna. Pero, creo que cuando idealiza hasta la caricatura ese logro de escoger amores sin ataduras se falsea aquel discurso que incluso en el folletín enfatizaba las desgracias del amor de la heroína pobre a cuenta de la posición social de su amado que tornaba imposible la unión. En las grandes novelas de ese tiempo, – Orgullo y prejuicio de Jane Austen, por ejemplo -, se ve bien como el dinero decide el destino de las parejas por encima de cualquier sueño de las almas bellas. Giddens pasa a suprimir esa determinación, esa coacción de poderes, y pretende que hoy vivimos libres de las determinaciones económicas o de las tradiciones, que vivimos en relaciones flotantes presididas por la libertad sentimental, como sucede en la película Pretty Woman en la que el millonario y la prostituta pueden encontrarse por azar y casarse. Esa descripción me parece tramposa en el sentido de que los sentimientos y su gestión desde la infancia siguen estando hoy cautivos de unas disciplinas tan férreas como las antiguas.

Por otro lado ¿cómo pueden los sentimientos convertirse en cemento social? Permaneceré contigo mientras mi sentimiento me una a ti, me parece una formula suicida para cualquier relación. Creo que hay que instituir un tipo de crianza que genere obligaciones morales, que se base en promesas y en sentimientos de deuda con la generación anterior. Conviene articular la vida como un coger el testigo de nuestros antepasados porque ahora cualquier tipo de obligación es vivido como represión, y eso está generando una educación sentimental que, prometiendo el hedonismo, genera una infelicidad generalizada de inestabilidades y rupturas que de nuevo crean pseudonecesidades psiquiátricas.

Curiosamente esa inestabilidad generalizada de los vínculos amorosos se está viendo sobre todo en la clase obrera, donde la ruptura de los matrimonios supera ya el 60% entre los que tienen entre 20 y 30 años, pues la norma de estar en pareja solo mientras se está bien es ya un seguro de ruptura. En las paginas de divulgación psicológica del dominical de el diario El País se decía, como si se tratase de un axioma matemático, que el amor dura un máximo de 5 años y que luego se convierte en hábito. Si a eso se suma un trabajo inestable, una vivienda en malas condiciones, y un mercado inmobiliario prohibitivo para los jóvenes, se generan unos saltos continuos de relaciones que en dos generaciones conducen a un caleidoscopio familiar que trastoca incluso la nomenclatura de las relaciones familiares clásicas. De hecho Giddens se pregunta quien es el abuelo de una familia en la que se han casado tres veces y se crían hijos de varias parejas sucesivas. Una rutina de la consulta psiquiátrica consistía en hacer el árbol genealógico, pero cada día es más difícil hacerlo, pues los propios pacientes se sitúan mal en sus historias familiares, y parece que tienen que inventar su identidad desde un lugar en ninguna parte, construyendo novelas familiares bastante fantásticas.

En la genealogía del nosotros el trayecto clásico que combinaba el ethos, – entendido como el conjunto de tradiciones que se integraban en una filiación -, con la autorreflexión que construía el proyecto biográfico, ha explotado, y ese vacío ha dejado paso a la necesidad de orientar en solitario las identidades sucesivas a partir del deseo y de la búsqueda de la autenticidad. Sé fiel a tu deseo, defiéndelo de lo inauténtico (en este caso los inauténtico son las convenciones sociales), es un discurso que condena a mis prójimos a ser simples constructos de mis sentimientos: el otro se convierte en un fantasma actualizado únicamente por mi amor proyectivo hacía él. El nosotros postmoderno es solo la suma de mis objetos de deseo: un mundo que cancelo cuando les retiro mi afecto.

Volvamos a Giddens para poner en cuestión la psicologización que introduce en ese libro sobre la intimidad, algo a lo que Fernando y yo también nos hemos referido en un artículo que se publicó en Archipiélago. Cuando Giddens se refiere a lo que él denomina la relación pura, quizás yo no lo vea como tu. Ese arquetipo de relación, al que posiblemente únicamente puedan acercarse algunas parejas de determinados grupos sociales, sean del sexo que sean, plantea la necesidad de introducir la negociación para tomar decisiones, lo que puede interpretarse como cierta necesidad de democratizar las relaciones interpersonales. De hecho, aunque comienza a haber cambios, en la mayoría de las parejas, incluidas las de la burguesía, cada uno sigue teniendo roles diferenciados, a veces complementarios, y no siempre se comparten decisiones relativas a la vida cotidiana, ni tampoco, con frecuencia, decisiones relativas a las grandes cuestiones.

Bueno, yo creo que sí, que con el paso de la sociedad antigua a la moderna se fue ganado en ese equilibrio de poder, pero conviene que no nos dejemos cegar por el progreso. En la Tesis doctoral Una pareja, dos salarios de Sandra Moreno, de la que tu formaste parte del tribunal, se comprueba un desequilibrio de poder a favor del varón en la toma de decisiones sobre el gasto de las parejas estables: el cambio y elección de coche o electrodomésticos es cosa de hombres, y solo sobre el dinero menudo de la compra decide la mujer para procurar ahorrar. Por otro lado el concepto de micromachismos desarrollado por Bonino me parece pertinente para describir el repliegue del viejo poder masculino, o incluso la violencia de una intimidad presidida por el secreto. Frente a esa persistencia de los poderes reales de lo masculino el miedo en Giddens a la dependencia, a que una de las partes de la pareja termine en una especie de masoquismo moral que aguante cualquier sevicia por amor de tal forma que haga imposible la relación pura, me parece una traslación de los problemas de los profesores oxonienses a la vida del común que no puedo compartir. Y es que entre las parejas trabajadoras un cierto grado de dependencia y compromiso no solo es algo normal sino necesario para no levantarse cada mañana deshojando la margarita del ¿me quiere todavía? o ¿yo ya no la quiero? Hemos pasado del hasta que la muerte nos separe al hasta que el sentimiento nos una. El salto va de un extremo al otro. Nada me parece más ridículo que el lloroso abrazo de Bertrand Russell a una de sus múltiples esposas para confesarle que en el paseo matutino de antes del desayuno ha descubierto que ya no la quiere y deben divorciarse. Entre esos extremos quizás haya que introducir alguna promesa mínimamente estabilizadora, porque de otro modo es como la profecía que se cumple a si misma: si la relación se basa en la actualidad del deseo, la autorreflexión crea una inseguridad automática.

Sí, quizás entre la gente más joven las cosas sean así. Pero yo sigo viendo entre gente de nuestra generación, entre la gente que se suele denominar generación del 68 con autonomía económica y formación cultural, que sobre todo los colegas masculinos casados suelen hablar sin rebozo de que tienen amantes. Nosotros solemos tomarles el pelo diciéndoles que sus abuelos no se comportaban de forma muy diferente, y que si ya no les es grato vivir con sus mujeres por qué no se separan. Pero ellos dicen que eso no les conviene ni económica ni afectivamente, que su situación tal y como está es perfecta. Así que hay que ver en qué consiste esa promesa estabilizadora, porque se puede seguir manteniendo un desequilibrio de poder entre hombres y mujeres, algo que no era el ideal de igualdad que nos prometíamos cuando éramos jóvenes.

Desde luego los vínculos estables no se corresponden con esa complacencia en ponerse los cuernos mutuamente, que es como el Manifiesto Comunista describe a la familia burguesa. Una de las criticas más justas planteadas a Freud es su indiferencia ante Dora – una adolescente angustiada ante la promiscuidad de su padre y su tolerancia a las agresiones sexuales que ella está sufriendo – etiquetándola de histerica por no excitarse al ser besada por un amigo de su padre. Tampoco la relación basada en vínculos estables tiene que ver con esa separación entre amor tierno y amor sexual que Freud describe como especifico de las dos fuentes del Edipo en la pubertad. Freud afirma que el objeto erótico debe ser lo más lejano del amor materno y que comporta relaciones con la prostituta para el sexo y con la virgen para el matrimonio. Justamente la necesidad de fusionar sexo y ternura ejemplifica lo hipócrita y lo imposible de esa doble relación de la que hablas. El sexo, en su materialidad física, con la edad, también se convierte en un bien escaso y difícilmente repartible entre dos relaciones.

En todo caso las rupturas entre las parejas jóvenes de la clase obrera son más impulsivas y faltas de tiempo de reflexión o negociación, pues como tienen pocos bienes materiales y simbólicos que conservar y transmitir al primer conflicto se rompen. Las rupturas, en esas parejas de jóvenes trabajadores, se producen por motivos banales. La cosa se enfrió entre nosotros, me decía por toda justificación una paciente divorciada a los 18 meses de casarse. Lo mismo que se cambia de trabajo, de ciudad, o de amigos, se cambia de relación. Por otra parte el tópico de la madre sacrificada por los hijos y la casa, ya no funciona. En las clases populares cuando hay una ruptura a los niños los cuidan las abuelas, y los jóvenes se emparejan de nuevo rápidamente sin que transcurra un periodo de duelo. Y a veces bajo el mismo techo viven familias recombinadas, con niños procedentes de varias relaciones, en una babel de sentimientos con implicaciones judiciales e invasión de asistentes sociales que vigilan “el contexto de maltrato”.

Me interesa lo que planteas acerca de la crisis de los espacios de seguridad, no solo el de la familia, que era una especie de refugio en un mundo muy duro, sino también el del trabajo fijo, o el de las relaciones de amistad sólidas, pues cada vez más la gente cambia de trabajo, de amistades, e incluso de ciudad. Entonces, en esa especie de flotación de los sujetos, puede haber el peligro de una búsqueda de un tipo de seguridad autoritario, la necesidad de que alguien te ordene la vida. ¿Percibes esa necesidad en la consulta, esa demanda que supone la renuncia a una cierta autonomía, y que puede referirse tanto al ámbito personal, como al político?

La búsqueda del amo y el miedo a la libertad son temas clásicos del análisis de la familia autoritaria, como pusieron de relieve los frankfurtianos. A mi juicio estos temas se actualizan en las asociaciones de enfermos mentales que empiezan a tener influencia y a ser tentadas por el dinero de la industria farmacéutica. Algunas asociaciones de familiares de enfermos exigen cada vez más una función de tutela autoritaria de los enfermos psicóticos. Exigen unidades de psiquiatría cerradas, tratamientos neurolépticos obligatorios por ley, y aspiran a transformarse en una especie de cuidadores delegados. Consideran al psiquiatra como una especie de director de conducta que tiene la obligación de proporcionarles las recetas para tratar a su hijo o a su marido en la vida cotidiana. Esta petición de control privilegia un neoconductismo interpersonal, y convierte la casa en una especie de institución total presidida por la disciplina y la tutela familiar respaldada por el psiquiatra. ¡Si no obedeces llamo al psiquiatra y te aumenta la medicación o te ingresa! Así se podría formular una amenaza corriente en nuestros días contra los enfermos mentales. Yo a veces tengo problemas cuando me piden esa guía conductista que transforma la vida familiar en un espacio técnico dirigido por estrategias aprendidas. Se ha pasado de la familia esquizofrenógena, de la que hablaba la antipsiquiatría, a calificar de patológica a la familia sobreimplicada en los cuidados del paciente.

Por otro lado, la función de guía emocional de los psi, de gerentes de lo intimo, se visualiza mejor en el tratamiento de los síndromes psiquiátricos menores. Pacientes que solicitan dirección vital para decidir sobre amores y rupturas, prácticas de cuidados familiares, de control de vicios que antes se transmitían de generación en generación, ahora se pierden y exigen pericia técnica: cómo criar a los niños, cómo cuidar a los viejos, cómo negociar cada crisis de pareja, cómo ser padres, cómo jubilarse sin traumas… De todo lo que concierne a la vida surgen peticiones al psiquiatra de ayuda y guía vital. Pero los caminos de servidumbre son masivos, y se percibe también entre los hooligans, cuando buscan recrear los sentimientos de pertenencia a la ciudad o la lealtad a los compañeros con la brutalidad de la violencia futbolera dirigidos por algún boss fascista. La nostalgia del hogar, la búsqueda de seguridad en la tierra, que llevó a Heidegger, y a tantos otros, a pactar con el fascismo, renace hoy en las multitudes.

Los obreros preservaron el taller como espacio propio: cuando llegaba el ingeniero caían piezas desde el techo, y reinaba en aquel espacio todo un sistema de sabotajes benévolos que hacía huir a los extraños. Entre los obreros existían unos saberes secretos para el extraño – soldar una piqueta hasta que brotaba un fuego azul que le daba la dureza óptima – que constituían rituales cercanos a las antiguas maestrías medievales de las que el obrero moderno ha sido desposeído. Hoy el panóptico y la presión de la individualización en el salario es tan fuerte que se fragmenta al grupo obrero. Un amigo que trabajaba en la naval como soldador, y que ahora trabaja en la Suzuki, me explicaba el cambio cotidiano: pasar de rituales colectivos de trabajo a una disciplina que exige pedir permiso para ir al baño, o a tener que mantener el taller sin un solo papel por el suelo, o a tener que anotar el tiempo empleado en elaborar cada pieza con el pelota y chivato de turno vigilándote. La mecanización de la cadena de producción, que solo exige atención robotizada sin habilidad alguna, convierte al nuevo trabajo en un infierno. Antes podía haber accidentes, mientras que en el nuevo trabajo hay una seguridad absoluta, pero varios de sus compañeros de la naval han hecho delirios de persecución – el peligro amarillo – en el nuevo trabajo.

Sí, eso lo ejemplificas muy bien en Egolatría cuando hablas del moobbing, cuando analizas cómo esos cambios en el trabajo y en la conciencia de clase llevan a que se produzcan otros síntomas, a tener la insoportable sensación de que van a por ti. La ausencia de las antiguas redes sociales, la individualización tan fuerte que hay ahora en el trabajo, introducida por la nueva economía y sus formas de control, producen en los trabajadores un agravamiento de la tensión psicológica. Antes había trabajos enormemente duros, pero los trabajadores encontraban cierto escape en ese tejido social que caracterizaba al trabajo de fábrica, en esas relaciones densas que se establecían entre los compañeros, mientras que ahora esas dificultades se personalizan de tal forma que los trabajadores creen que existe un complot dirigido directamente contra ellos. No encuentran formas colectivas de escape, formas de resistencia. El dolor es real, pues el trabajo es en muchos casos un tiempo de sufrimiento que incluye el atasco automovilístico de cada mañana y tarde, que alarga el horario, pero, al personalizarse, se ha transformado en sufrimiento intimo transformado en necesidad de tratar el estrés.

Sí. Antes el trabajo daba significado a la vida de varias formas. Articulaba las edades del hombre en el transcurrir del tiempo: aprendiz, trabajador, jubilado. Era un medio de ganar dinero, pero también había la perspectiva de llegar a algún tipo de maestría que era respetada en el barrio, al tiempo que el imaginario de clase creaba utopías lejanas (cuando llegue nuestro día) y resistencias cotidianas o espacios de poder obrero invisibles al patrón. Además existía una continuidad entre vida y trabajo. Los obreros vivían en los mismos barrios, las familias se conocían, y las redes solidarias protegían a los compañeros y excluían a los esquiroles y trepas que a veces no podían ni acudir al lavadero o a la taberna. De ahí que el taller y el comedor fabril fuesen una continuación de la casa, y un verdadero consultorio sentimental (bastante machista por cierto). Ahora el trabajo teóricamente es un espacio higienizado donde toda esa cultura de resistencia ha desaparecido. No hay categorías colectivas desde las que contarse el trabajo, y cuando surge sufrimiento por las relaciones de explotación, ese dolor se personaliza, y eso es muy destructivo porque en lugar de buscar al grupo o las tradiciones para soportarlo – tradiciones que en el antiguo sistema incluían la automutilación para dejar el trabajo una temporada – se interpreta la situación en clave de autorreferencias persecutorias. Se substituye la figura del explotador por la del perseguidor y la lógica de la paranoia substituye al análisis del conflicto de clases. Se está produciendo así una patologización masiva de la condición de trabajador y las bajas médicas por acoso son un reducto de tolerancias a la baja laboral contra la persecución del absentismo laboral que preside los nuevos convenios colectivos…

Desde el punto de vista de las alternativas políticas la tradición marxista planteaba prepararse en el tiempo para la toma del poder, mientras que la tradición libertaria, desde Proudhon, planteaba sobre todo la transformación de los espacios cotidianos: crear ámbitos acogedores autogestionados. En ese sentido me parece que fue un tanto catastrófico que en el reparto del patrimonio sindical no se les devolviesen a la CNT los locales que en justicia le correspondían, pues los libertarios siempre fueron asociativos y pusieron en marcha espacios acogedores, espacios de socialización en la resistencia y la libertad. En ese sentido Basaglia, y una parte de la antipsiquiatría, conectaban bastante con esa vieja tradición libertaria.

Absolutamente, y los ateneos obreros en los que se transmitía una salud alternativa a la oficial, basada en el naturismo, fueron uno de los modelos de los centros de día creados por la antipsiquiatria como espacios libres que substituían al espacio y al tiempo manicomial. En idéntico sentido la idea de cooperativas autogestionadas por expacientes como alternativa a la laborterapia conecta con el modelo libertario. También la asamblea de enfermos y trabajadores como lugar de toma de decisiones no determinadas por las relaciones de saber y de poder procede de tradiciones importadas de la revuelta estudiantil. Recuerdo que Bassaglia contaba que cuando llegó al manicomio de Trieste su olor le recordó al de la cárcel, y que inmediatamente incorporó estrategias de resistencia similares a las que el había vivido como preso político. La derrota de la experiencia comenzó con la profesionalización de las terapias ocupacionales, la jerarquización del personal y la quiebra de las asambleas.

Esa tradición se ha abandonado, pese a que está en relación con el cambio de las instituciones y con la defensa de las instituciones públicas.

Efectivamente. En los hospitales, con la reciente dictadura de los gerentes, ya los jefes de servicio no discuten los criterios de distribución y mejora del trabajo. El saber gerencial determina objetivos burocráticos – disminuir listas de espera para la primera consulta aunque la segunda se retrase cinco meses -, y reparte incentivos económicos personalizados si se cumplen los planes sanitarios que desarticulan cualquier resto del espíritu de equipo en favor de la cuantificación productiva (curar 15 locos al día) y cumplir los rituales burocráticos de rellenar hojas estadísticas.

No hay participación de los agentes sociales, y aunque en algunos países se está poniendo por parte de los ayuntamientos en marcha el presupuesto participativo aquí los ciudadanos no deciden nada sobre sus ciudades ni sobre sus instituciones. No hay vías de participación de la gente, algo que parece clave para que exista un país mínimamente articulado y democrático.

Sí, esa observación es muy inteligente porque en algunos hospitales los principales enemigos de una reforma psiquiátrica que exigía flexibilidad, y que todo el mundo cambiase sus roles, fueron los sindicalistas que insistían en la peligrosidad de los pacientes para cobrar un plus de peligrosidad, y nunca dejaron de vestir bata sanitaria. Manuel Desviat, que dirigió la reforma psiquiátrica en Madrid, cuenta que cada vez que le vienen con los estatutos de los trabajadores en la mano se sube por las paredes porque, los celadores, por ejemplo, tienen tan reglamentado su trabajo que si se cumple al pie de la letra la reglamentación se impide el trabajo real, pues el convenio dice que no pueden levantar más de veinte kilos de peso, con lo cual el enfermo que necesita ayuda y pesa 60 queda indefenso. O no pueden llevar una historia clínica al piso de arriba porque según el convenio su labor no obliga a salir de la planta. El héroe sindical se parece al escribano Bartleby que ante cualquier demanda respondía impertérrito: ¡prefería no hacerlo!

Conocemos algunos casos de trabajadores que trabajan para CC OO, es decir, en el propio sindicato, y este no les reconoce los derechos sindicales que los sindicatos exigen a las empresas. Por ejemplo, les suspenden el contrato de trabajo en el verano, y después de un tiempo se lo renuevan o no en función de su docilidad a la empresa. Utilizan los mismos mecanismos que cualquier empresario duro: contrato de tres meses, castigos si protestan. No se entiende como se pueden producir estas paradojas tan fuertes cuando se supone que los sindicatos están precisamente para que estas cosas no sucedan.

En los psiquiátricos la quiebra del asambleismo libertario se propició por la creación de esta aristocracia obrera de la que hablamos, que dejaron de trabajar y comenzaron a cobrar horas sindicales a precios de ejecutivos. No es anormal en la sanidad publica la trepa de sindicalistas hacia puestos de gerencia, ni de líderes de la reforma a consejeros de sanidad, con lo cual el desencanto y la sospecha ante cualquier proyecto solidario (¿qué buscara este?) predominan hoy en los hospitales públicos que están llenos de taifas. Yo fui representante en sanidad de la Corriente Sindical de izquierdas, y duré un año. Existía una coalición perversa entre peticiones demagógicas de los de abajo, y concesiones igualmente demagógicas por parte de la gerencia que imposibilitaban cualquier acción transformadora que siempre exige trabajo voluntario. La situación de la conciencia obrera postmoderna me parece muy bien ilustrada por Simone Weil cuando decía que después de trabajar unos meses en la Renault si le mandaban levantarse en el autobús o la insultaban consentía sin resistencia por lo humillada que ya salía de la fabrica. Weil decía también que solo leía el Vogue porque era mas anestésico que el opio.

Muchos jóvenes universitarios, antes de entrar a trabajar, piensan que en el llamado trabajo flexible hay toda una serie de ventajas, pues ha calado bastante la ideología de la elección personal para ser uno mismo. El neoliberalismo ha conseguido, en parte, a través de la publicidad, hacer pensar en el cambio como algo positivo. Y no sirve de nada, por ejemplo, que, en la Facultad de Ciencias de la Información, los estudiantes vean como algunos de sus compañeros son explotados por algunos medios de comunicación en los que empiezan a trabajar.

La mayoría de los chavales creo que perdieron a la vez las nociones que articulaban el trabajo como vocación, como aporte de afectos solidarios, y como resistencia a la explotación. Han pasado a aceptar el empleo como puro ganapán, y entonces les da un poco lo mismo aceptar cualquier condición laboral porque ya van al tajo derrotados y dispuestos a recibir los azotes. Ninguna sevicia les indigna, y responden ante todo autocompadeciéndose como ocurre en la zarzuela en la que se canta Pobres chicas las que tienen que servir. Y cuando ya no aguantan más van al psiquiatra. Pero la novedad en la vivencia del sufrimiento laboral es la personalización de la explotación, porque la queja no es ya que el horario o el ritmo de trabajo sean infernales, y que tienen que asociarse con los otros para limitar la explotación, sino más bien que el jefe tiene un carácter insoportable y que lo trata a él peor que a los demás. La individuación resulta aquí de una miopía aterradora, y la definición del moobing reafirma ese proceso. El dolor del explotado pasa así a metamorfosearse en algo íntimo, y, por tanto, a convertirse en un sufrimiento no colectivizable. La necesidad real de crear un comité de defensa de la dignidad en el trabajo se sustituye por la farsa de un psiquiatra.

Sí, eso está relacionado con lo que decías sobre el buen terapeuta que es aquel que a la vez que sabe escuchar es un buen mediador, es decir, alguien que es capaz de insertar a los sujetos en redes sociales para romper su aislamiento. En todo caso su función no consiste en seguir con más personalización…

La idea freudiana de que el análisis es un proceso interminable, lo ejemplifica bien el caso de El Hombre de los Lobos en el que biografía y tratamiento se superponen. Se produce así la llamada cronicidad de los trastornos mentales. En mi consulta de salud mental hay cientos de pacientes que llevan más de 20 años en tratamiento. Para ellos la figura del psiquiatra es la única relación estable. Cuando todo lo sólido – trabajo, familia, iglesia- se disuelve, allí está el psiquiatra que siempre proporciona bálsamos para el agobio. La mera posibilidad de dar de alta al paciente genera una nueva crisis. El terapeuta que no quiera ser por siempre ese lenitivo de lo real debe mediar para que esas personas encuentren grupos naturales y relaciones no profesionales que les proporcionen esos vínculos serenos que antes poblaban lo social, y facilitaban el adiós al psiquiatra. La idea de que los individuos solo pueden vencer sus angustias en el marco de unos vínculos y un ethos de afectos protectores heredados procede de Bolwy, un psiquiatra que observó como lo natural en la soledad infantil es la angustia, y como las madres, que son capaces de frenarla y generar serenidad, son aquellas que pueden desaparecer sin que los hijos teman al extraño porque saben que ella o algún otro cuidador los protegerá. La figura del apego sereno, la buena madre, transfiere confianza en el grupo natural y convence al niño que solo en ese marco de una comunidad acogedora, basada en el derecho y el deber de cuidar a los demás, se pude florecer. Hoy las psicoterapias ofrecen un modelo opuesto: la buena madre es la que prepara al niño para un mundo indiferente, hostil. Y el sujeto maduro es aquel que se separa de cualquier objeto – dependencia no, gracias –, para afirmarse en el egotismo de su deseo, sin sentirse en deuda con los demás. El terapeuta aconseja sobre inversiones afectivas, consuela en los duelos, protege de las culpas. Por eso la figura de El hombre de los lobos es interesante, porque es muy real: solo los bálsamos de la psicoterapia permiten sobrevivir a los horrores de la Historia o de las historias familiares tan espantosas que le tocaron vivir a Sergio.

¿Y está comprobado que cuando la gente con problemas se inserta en redes sociales mejora de sus dolencias?

Sin duda. La psicoterapia no es habitualmente el proceso de esclarecimiento que descubre oscuros dramas edipianos o que ilumina traumas inconscientes, como acontecía en los grandes casos de Freud, sino un espacio de escucha, de aceptación incondicional y de confirmación de experiencias. Alcohólicos Anónimos es un buen ejemplo de terapia silvestre: cuando los padres fundadores pierden la esperanza en las curas profesionales descubren la autoayuda grupal que ha reparado miles de vidas. El diálogo psicoterapéutico pudo ser reproducido por sistemas cibernéticos porque es una de las interacciones más simples: cuando el programa detecta la palabra padre, madre, la maquina terapéutica dice: “hábleme de eso”. Muchos de esos grupos que primero nacen entre mujeres, y luego se extienden por toda la población para hacer yoga o bailes de salón, tienen esa función de terapia silvestre: más allá de una tarea trivial se tejen redes de escucha, confirmación y apoyo mutuo. Lo malo es que suelen limitarse a ser grupos frágiles y transitorios que no articulan un discurso moral que se salga de los gustos comunes, y por ello aparecen y desaparecen sin dejar otras huellas en sus componentes, si se exceptúa alguna relación a dos. Son redes efímeras que nacen sin futuro, que proveen de unas mini-identidades limitadas, y por ello no articulan esa confianza básica en el cuidado que tenían las redes naturales de sociabilidad existentes en el barrio o en el trabajo estable.

Cuando dices que la consulta del psiquiatra es como una especie de coche escoba que va recogiendo los casos perdidos y abandonados por otros profesionales, ¿se podría decir que es algo así como la imagen invertida de El Corte Inglés, cuyo lema es, somos especialistas en ti?

Los terapeutas son, por un lado los que escuchan a los que nadie quiere escuchar, (a mí me han llegado pacientes enviados por su confesor), y, por otro, quienes dan esperanzas (casi siempre falsas) a los desesperados. A la consulta psiquiátrica se llega por muchas vías, pero siempre parten de un fracaso: el niño con problemas escolares enviado por el pediatra, el trabajador incompetente o protestón al que el médico de empresa envía para quitárselo de encima, la mujer implicada en conflictos familiares… Es como la sección de reclamaciones de El Corte Inglés, por seguir con la comparación. Son dramas relativamente sencillos, fracasos de comunicación enredados en rencores familiares, duelos no resueltos, resentimientos por fracasos laborales acumulados. La psiquiatría es el coche escoba en el sentido de que recoge a aquellos que consienten con el dictado que sentencia que su dolor no tiene solución cambiando su situación real: vaya a un territorio psiquiátrico, aséptico y lejano, cambie allí sus adentros para volver aquí a vivir de nuevo con buen animo la misma vida. Ante la derivación psiquiátrica no se plantea la crisis institucional, pues el sujeto psiquiatrizado asume su fracaso en tanto que alumno, trabajador, o madre y esposa, y acude a un taller de reparación de la subjetividad para ver si un experto puede hacerle volver “a su sitio” sin los conflictos que producen sus síntomas. La imagen de la psiquiatría, como ocurre con la mano invisible de la postmodernidad, incide en el mismo imaginario: reducir cualquier conflicto a sus repercusiones intimas y reparar esos interiores. A las consultas psiquiátricas empiezan a llegar niños, y sobre todo adolescentes, que son verdaderos monstruos morales, que apalean a los emigrantes sudamericanos, y que cometen todo tipo de tropelías, En vez de hacer frente al racismo de esos chicos, e imponerles normas morales, se les dice que no tienen empatía con la gente de color, y se los reenvía al terapeuta. La violencia femenina comienza a mimetizar a las bandas masculinas, y de nuevo se psicologiza: victimas y verdugos terminan en el mundo psi bajo nombres de acoso escolar. Pero es en el otro extremo de las edades del hombre, en la vejez y la muerte, en donde se perciben mejor las falsas promesas del intimismo. Cerrar la casa para ir a vivir y morir a un asilo, es el porvenir que espera a una parte importante de nuestra generación. El abismo entre esa muerte anónima, acompañada, en el mejor de los casos, por extraños compasivos, y la muerte de antaño, rodeado de los próximos, descubre la miseria postmoderna. Reafirmar grupos naturales, recrear vínculos estables, cultivar la memoria y la pertenencia a colectivos con sentido del deber, supone cuidar a los otros, requiere reconocernos dependientes, y perder la hybris de la autonomía emocional y del egoísmo postmoderno.

 Guillermo Rendueles Olmedo es psiquiatra y profesor de psicopatología en el Centro Asociado de la UNED en Asturias. Ha publicado, entre otros libros, El manuscrito encontrado en Ciempozuelos (1989), Las esquizofrenias (1990), La locura compartida (1993) y Egolatría (2005).

Rebelión Archipiélago nº 76, 2007

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