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«Adolfo Sánchez Vázquez y el otro marxismo»: Bolívar Echevarría

Es difícil exagerar la importancia que tuvo la obra de Adolfo Sánchez Vázquez para los jóvenes o muy jóvenes intelectuales latinoamericanos de comienzos de los años sesentas. Sus ensayos sobre estética marxista y después sus trabajos sobre los manuscritos juveniles de Marx daban voz a un marxismo desconocido, vital, creativo, revolucionario, cuya rica historia, reprimida por el marxismo oficial del imperio soviético, ellos averiguarían un poco más tarde.

¿Por qué era tan importante entonces tener una prueba de que ese otro marxismo existía y podía desplegar y enriquecer su capacidad explicativa de la vida social e histórica? Esos jóvenes intelectuales tenían la ilusión de que el renacimiento de la revolución iniciado por el levantamiento cubano que triunfó en 1959 podía profundizarse en el sentido de un socialismo libertario y alcanzar dimensiones planetarias, que esta vez sí podía realizar lo que el primer intento de la misma, treinta o cuarenta años atrás, no había podido llevar a cabo: el ideal de construir una sociedad justa y libre.

Aleccionados en la polémica teórico-política más encendida de esa época, la que tenía lugar en la opinión pública francesa, particularmente parisina, esos jóvenes intelectuales entraron en una actividad política impaciente y radical que se mantuvo encendida durante algunos años y que para muchos de ellos agotaría tempranamente su ciclo a partir de 1967 y la muerte del Che Guevara y, sobre todo, después de las brillantes y trágicas experiencias de 1968. Admiradores de J.-P. Sartre, por lo general, su argumentación política impugnadora de las falacias de la “democracia occidental” avanzaba hasta un punto determinado en el que se abría para ellos un gran vacío. Llegaban ante una pregunta: ¿los actos
de todo tipo de rebeldía que se daban contra el orden establecido, conlos que esos intelectuales se comprometían apasionadamente, estaban condenados a repetir el esquema del mito de Sísifo reactualizado por Albert Camus: a encenderse y a ser apagados sin dejar huella, unos junto a otros, sin tocarse; unos después de otros, sin transmitirse? ¿No había un medium objetivo que los comunicara entre sí, un nudo objetivo en el que decantaran los efectos de todos ellos, que estuviera dotado de alguna permanencia y les permitiera solidarizarse unos con otros y aprender unos de otros? ¿No había una historia común que permitiera a la más incierta de las huelgas, planteada en el último rincón de los Andes, saber que su audacia no estaba sola sino que formaba parte de una mucho mayor, de alcances planetarios, cuya amplitud y coherencia permitían contar con la victoria, si no aquí y ahora, sí en un futuro de mediano plazo? ¿Había alguien que pudiera afirmar y demostrar la existencia de una realidad objetiva dotada de esta consistencia; de una historia compartida capaz de interconectar los actos y retener los efectos de las muchas rebeldías, de juntarlos a todos sobre un mismo escenario y permitirles así articular coherentemente una rebelión conjunta, una revolución? ¿Qué propuesta teórica podía reconocer y hablar entonces de este peculiar mundo de objetos al que cien años atrás Marx había reconocido como “el mundo de la producción de la riqueza social” y cuya “forma o modo capitalista” había criticado radicalmente? El “marxismo”, esa doctrina que afirmaba basarse en la teoría de Marx y que, para finales de los años cincuentas, había acompañado de manera dogmática y apologética la larga serie de crímenes monstruosos exigidos por la recomposición del Imperio Ruso y perpetrados en nombre del socialismo, ¿podía tener él una propuesta teórica capaz de reactualizar para los nuevos tiempos esa visión crítica de la civilización capitalista en la que se había empeñado Marx? A los ojos de esos jóvenes intelectuales era obvio que no.

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