«Henri Wallon y los grupos para Aprender a Pensar»: Víctor M. Peralta
Georges Politzer fue un brillante psicólogo francés que en 1942 fue fusilado por los nazis. Haber fundado la Universidad Obrera de París fue el pecado que tuvo que pagar con su vida. En ese mismo año, después del fusilamiento de Politzer, Henri Wallon se incorporó al Partido Comunista Francés que trabajaba en la clandestinidad. Wallon declaró que el fusilamiento de Georges Politzer había dejado un vacío que él se dispuso cubrir. La Segunda Guerra Mundial había iniciado en 1939 y en 1941 Wallon publicó un libro sobre La evolución psicológica del niño. En 1942 terminó otro que tituló Del acto al pensamiento, y en 1946 publicó su monumental obra sobre Los orígenes del pensamiento en el niño. Estos tres libros se encuentran entre los más importantes de la psicología y Henri Pieron narra las circunstancias en que Wallon los escribió:
Aunque denunciado varias veces -dice Pieron- yo no fui directamente inquietado, pero Wallon prevenido a tiempo debió abandonar su casa. Enrolado en la resistencia activa no cesaba sin embargo de frecuentar nuestro laboratorio… —¡mientras que frente a nuestro inmueble, adosado a un garaje lleno de armas alemanas, un hotel estaba completamente ocupado por la Gestapo!—.1
Esta anécdota ilustra perfectamente el tipo de psicólogo que fue Henri Wallon. Él exponiendo su vida investigaba los procesos que construyen el pensamiento. Así nació Del acto al pensamiento y quien no ha leído este libro se ha perdido de uno de los libros más valiosos de la psicología contemporánea.* Poco después Wallon terminó Los orígenes del pensamiento en el niño, cuyos dos volúmenes tienen casi mil páginas; y este libro es otro de los grandes textos que todos deberíamos leer. Observemos que sin descuidar su participación en la resistencia activa contra la invasión nazi, Wallon se dedicó a investigar la génesis del pensamiento. ¿Qué importancia pudo identificar en tal génesis incluso cuando estaba ocurriendo la Segunda Guerra Mundial?
Recordemos que en los últimos años del siglo XIX Nietzsche elabora su apología del poder —¡de la Voluntad de Poder!—.
Estoy encantado, dijo, con el progreso militar de Europa y también con su situación interior anárquica: el período de quietud y de apatía china ha pasado… los valores físicos vuelven a ser apreciados… vuelven a ser posibles los hombres sanos. Ha pasado el tiempo de los rastreros sin sangre… se acepta el salvaje dentro de cada uno de nosotros, e incluso el animal salvaje… Una raza gobernante sólo puede surgir de comienzos terribles y violentos. ¿Dónde están los bárbaros del siglo XX?… Serán capaces del mayor rigor contra sí mismos, aquellos que puedan garantizar la mayor duración de la voluntad de poder.2
Contra los valores morales y el desarrollo del pensamiento Nietzsche afirmó que «es precisamente el dominio creciente del mal lo que uno desea». Para Nietzsche el incremento del poder es lo esencial y la raza superior debe «hacer uso de las fuerzas más poderosas de la naturaleza». Es decir debe despreciar el pensamiento y potenciar la irrupción salvaje de los instintos. Hay seres
superiores e inferiores —lo repite hasta el cansancio Nietzsche— y el rebañó, los esclavos, las masas, deben ser sometidas por la bestia rubia. El superhombre es quien debe ocupar la más alta jerarquía, pues «sólo mediante la guerra y el peligro puede el rango mantenerse a sí mismo». En consecuencia, no es la inteligencia ni la razón lo que importa, sino «los más poderosos
instintos y los de más perspectivas de futuro». Nietzsche también afirmó que: «Nada encontramos grande que no envuelva a un gran crimen».3
Todos sabemos que el gran sueño nietzscheano comenzó a concretarse con la Primera Guerra Mundial; guerra que le dio un impulso nunca visto al desarrollo técnico. La técnica —y sobre todo la técnica militar— se convirtió en el baluarte del poder suprahumano, y esta técnica también logró producir mentalidades insensiblemente sanguinarias. Ernst Juenger por su experiencia en la Primera Guerra Mundial pudo hablar de «una segunda y más fría conciencia». Juenger consideró la capacidad que le permite a una persona colocarse como un “objeto humano” en medio de otros objetos racionalmente mecánicos. Con la Primera Guerra Mundial la máquina se convirtió en el nuevo Dios y este implacable Dios exigió que las acciones y las relaciones humanas rígidamente se disciplinaran. Fue así como tuvo su apoteosis la disciplina que el ejército prusiano ya había iniciado y que la Primera Guerra Mundial impuso a la nueva humanidad. Al respecto Juenger anotó que esa disciplina surge cuando
se combinan una «alta capacidad organizadora y un completo daltonismo hacia los valores».4 Ella es “fe sin contenido”, es “disciplina sin justificación” y la nueva disciplina es el espacio donde “la técnica y la ética se convierten, de una manera curiosa, en sinónimos”.5