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«Violencia y Modernidad» Bolívar Echevarría

En este fin de siglo, en las regiones civilizadas del planeta, la actitud dominante en la opinión pública acerca de la violencia ha cambiado considerablemente, si se la compara con la que prevalecía a finales del siglo pasado. También entonces, por supuesto, se repudiaba el empleo de la violencia como recursos político de oposición a las instituciones estatales establecidas -fuese él lo mismo si era un empleo espontáneo que uno preparado. Pero aunque era recusado en general, no dejaba, sin embargo, de ser justificado como circunstancialmente legítimo en ciertas coyunturas históricas o en determinadas regiones geográficas. ?Qué se le podía objetar a la violencia de los «camisas rojas» de Garibaldi, por ejemplo, si había actuado no sólo en bien del progreso y la libertad, sino además en Italia? Hoy en día, en cambio, -según insisten en inducir y exrpresarlos mass media, ese empleo es rechadado no sólo en general sino de manera absoluta.

En efecto, para la opinión pública dominante, tanto la capacidad de resolver conflictos conforme a derecho como la capacidad de abarcar con su poder el conjunto del cuerpo social, habrían alcanzado en la entidad estatal contemporánea un grado cercano a la perfección. Esta cuasi perfección de la entidad estatal sería justamente la que hace impensable el surgimiento de un conflicto que llegara a ser tan agudo o tan inédito entre ella misma y el cuerpo social, como para justificar o legitimar una ruptura en contra suya de su monopolio excluyente del derecho a la violencia. Esta confianza en una concordancia plena entre el estado y la sociedad es la que no existía en en la opinión pública de hace cien años y la que distingue a la de nuestros días.

Siempre de acuerdo con la opinión pública guiada por los mass media, la entidad estatal cuasi perfecta no sería otra cosa que el estado neoliberal; es decir, el estado de pretensiones «posmodernas» que ha retornado a su versión pura y puritana; el estado que, en un arranque -éste sí justificado- de fundamentalismo liberal, ha reducido sus funciones a las que le serían propias; un estado que ha abandonado ya, después de la «frustrante» experiencia del siglo XX, esa veleidad socialistoide y modernista que lo llevó a intentar convertirse en un «estado interventor benefactor», en un «estado social» o «de bienestar».

Como suele suceder, las evidencias en contra, por mucho que se acumulen, no son capaces de alterar la línea que sigue la opinión pública. Los msismo mass media que exponen y confirman esta opinión no dejan de documentar a diaria y con insistencia el hecho abrumadoramente real de la ruptura de ese monopolio estatal de la violencia: el hecho del crecimiento irrefrenable del uso de la «violoencia salvaje», es decir, no institucionalizada. Repetidamente, y con frecuencia cada vez mayor, la violencia se le escapa de las manos a la entidad estatal, y es empleada tanto por movimientos disfuncionales, «antinacionales», de la sociedad civil -los famosos «sectores marginales o informales»-, como por estado nacionales «espurios» o mal integrados en la entidad estatal transnacional del neoliberalismo -reacios a sacrificar su identidad religiosa o ideológica a la gleichschaltung exigida por la globalización del capital. Ésta es una realidad que no lleva, sin embargo, a la opinión pública dominante a dudar de la justificación o legitimadad de la entidad estatal que detenta el monopolio de la violencia. La conduce, por el contrario, a ratificar su asentimiento a ese monopolio, a interpretar la reiteración y el encono con que aparece la «violencia salvaje» como la respuesta social a una insuficiencia meramente cuantitativa y provisional de la capacidad del estado, y no a una imperfección esencial del mismo. Lo que sucede es que éste no habría llegado áun a su desarrollo pleno: no habría alcanzado todavía a cubrir plenamente, a exponer y resolver por la vía institucional todos los conflictos que se generan en la sociedad civil. Se trataría además de una insuficiencia acentuada coyunturalmente enr azón del último progreso en la globalización de la economía mundial, que ha ampliado sustancialmente la superficie social que el estado debe cubrir, en razón también de las deformaciones que ese mismo etado trae consigo como resultado del paternalismo socializante que prevaleció en el siglo XX.

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