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«Capitalismo y ciudadanía: la anomalía de las clases sociales»: Luis Alegre Zahonero y Carlos Fernández Liria

1. Ciudadanía y Propiedad.

No sostenemos desde luego nada muy original afirmando que esos peculiares “sujetos de derecho” que somos los humanos no podemos prescindir de un cuerpo como soporte de cualquier derecho y que, por lo tanto, hay siempre determinadas condiciones previas a que pueda hablarse de derecho o de ciudadanía que se refieren a la cuestión del sustento material y, en definitiva, a la cuestión de la propiedad.

Debemos ante todo recordar que la mejor tradición ilustrada consideró siempre la propiedad privada una condición de la ciudadanía. Ciertamente, resulta fácil comprender las sólidas razones que llevaron a establecer esta conexión entre la propiedad y la autonomía ciudadana: sólo quien no depende del arbitrio de otro para garantizar su subsistencia (porque puede asegurarla por sus propios medios) puede considerarse verdaderamente independiente. Por el contrario, aquél cuya subsistencia misma depende de la voluntad de otro –es decir, de la propiedad de otro que puede hacer siempre lo que quiera con lo suyo— cabe decir que tiene su autonomía y, por lo tanto, todos sus derechos de ciudadanía hipotecados. Resulta fácil comprender, pues, cierto carácter irrenunciable de la propiedad para garantizar la independencia personal y, por lo tanto, la ciudadanía.

Así, Kant, en la Metafísica de las costumbres, establece como atributos de los ciudadanos (inseparables de su esencia como tal) no sólo la libertad legal y la igualdad civil, sino también “la independencia civil, es decir, no agradecer la propia existencia y conservación al arbitrio de otro”. Del mismo modo, cuando en su texto “En torno al tópico: ‘tal vez eso sea correcto en teoría, pero no sirve para la práctica” establece los principios a priori en los que se funda el estado civil, además de: “(1) la libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre” y “(2) la igualdad de éste con cualquier otro, en cuanto súbdito”, establece “(3) la independencia de cada miembro de la comunidad, en cuanto ciudadano” (Ak.-Ag. VIII, 349-350). Es además muy ilustrativo ver cómo Kant expone que la única cualidad exigida para considerar a alguien propiamente un ciudadano “es ésta: que uno sea su propio señor (sui iuris) y, por lo tanto (subrayado nuestro), que tenga alguna propiedad (incluyendo en este concepto toda habilidad, oficio, arte o ciencia) que le mantenga” (Ak.-Ag. VIII, 295). El asunto, en principio, no puede ser más claro: sin alguna propiedad con la que mantener ese soporte material de los derechos que es el propio cuerpo, uno no puede considerarse dueño o señor de sí mismo y, por lo tanto, no se dan las condiciones mínimas de la ciudadanía.

Ahora bien, al incluir “toda habilidad, oficio, arte o ciencia” como parte del concepto de “propiedad” capaz de proporcionar independencia civil, podría parecer que Kant abre la puerta a considerar también la fuerza de trabajo (en su estricto sentido marxista) una propiedad capaz de convertir a su dueño en ciudadano.

En efecto, el concepto marxista de “fuerza de trabajo” remite a ese último recurso para considerar “propietario” incluso a quien no posee nada exterior como suyo, apelando a esa posibilidad que aún tendría de vender en el mercado algo que, en definitiva, no dejaría de “pertenecerle”: la propia capacidad, habilidad y disposición a trabajar. Ciertamente, en el “mercado laboral” (o mercado de “fuerza de trabajo”) no se compra más que el derecho a utilizar la capacidad de trabajo ajeno como si fuese propia y, por lo tanto, es un lugar en el que no hace falta ser propietario del producto de ningún proceso de trabajo (por ejemplo, de trigo o de zapatos, resultado de algún proceso de producción anterior) para poder, de todos modos, negociar en nombre de alguna mercancía (en concreto de esa peculiar mercancía que es el consentimiento para que otro utilice la fuerza de trabajo propia). El concepto de “independencia civil” parece en principio remitir a la posesión como propio de algo exterior capaz de garantizar la subsistencia, pero al incorporar Kant esa alusión a “toda habilidad, oficio, arte o ciencia”, podría pensarse que no encuentra inconveniente para considerar propietario (y, por lo tanto, independiente) a quien no tiene para vender más que esa peculiar mercancía que se compra en el “mercado laboral”, es decir, podría parecer que acepta la posibilidad de llamar “propietario” incluso a quien, para decirlo con Marx, no tiene más que “su propio pellejo” para llevar al mercado. Si esto fuese así, cabría incluir a Kant dentro de la tradición liberal (como en numerosas ocasiones se hace) y no más bien, como tratamos de defender aquí, dentro de esa tradición republicana que se caracteriza precisamente por negarse a desvincular el problema de la libertad de la cuestión de sus condiciones materiales de ejercicio.

Sin embargo, Kant se apresura de inmediato a impedir que se pueda producir esa confusión. En efecto, si se pudiese considerar técnicamente “propietario” a alguien que no tuviera absolutamente nada más que “su propio pellejo”, entonces el concepto de independencia civil sencillamente no significaría nada. Al menos Kant es taxativo a este respecto: cuando incluye toda  “habilidad, oficio, arte o ciencia” en el concepto de propiedad del que depende la independencia civil, deja claro que se refiere sólo a “que en los casos en que haya de ganarse la vida gracias a otros lo haga sólo por venta de lo que es suyo (subrayado autor), no por consentir que otros utilicen sus fuerzas (sn)”. La diferencia que de ningún modo admite supresión es la que separa “vender algo que es tuyo” (porque es obra de tu trabajo) y dejar que otros utilicen tus propias fuerzas (es decir, vender tu fuerza de trabajo). Hay, pues, un abismo insalvable para Kant entre vender los productos del propio trabajo (lo cual exige, desde luego, ser propietario de medios con los que trabajar) y consentir el uso de las propias fuerzas a cambio de dinero. De hecho, para Kant, esto último no puede siquiera ser considerado propiamente una venta. En efecto, para explicarlo, Kant introduce una nota en la que sostiene que “aquel que elabore un opus puede cederlo a otro mediante venta. Pero la praestatio operae no es una venta. El servidor doméstico, el dependiente de comercio, el jornalero e incluso el peluquero, son meros operarii, no artífices”. Es decir, lo que no es admisible para Kant es confundir lo que hace “el que trueca el uso de sus fuerzas (operam)” y lo que hacen “los que truecan con otro su propiedad (opus)” (Ak.-Ag. VIII, 295) .

En definitiva, intentar suprimir esa distancia que media entre vender productos del trabajo propio (opus) y ceder a cambio de dinero el uso de las propias fuerzas (operam) sería tanto como intentar suprimir la distancia que media entre lo que es de uno y uno mismo, o la diferencia entre vender algo que es propiedad de uno y venderse (o alquilarse) uno mismo.

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Fuente: VIENTO SUR Número 100/Enero 2009

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